El hombre necesita reducir la incertidumbre de su vida y amortiguar el desasosiego de un porvenir imprevisible. La provisión de cobijo y alimentos tranquiliza el instinto de supervivencia. Vivienda y viandas. Ambas comparten el origen de su significado en la palabra latina vivenda: «lo necesario para la vida». En 1985, cuando la vivienda era un bien de uso, el metro cuadrado rondaba los 250 euros. Veinte años después se alcanzaría y superaría los 3.000 euros por metro cuadrado. Desde entonces los precios descienden lentamente, en un intento infructuoso por encontrase con el descenso mayor del poder adquisitivo del comprador. Seguirán bajando, no le queda más remedio, o se mantendrán para no venderse hasta dentro de un lustro.
Y así las cosas, la vivienda necesaria, no es la que existe en el mercado. Una vivienda es el rincón seguro, el abrazo protector de la materia, la cueva. Los modos de formalizar esta necesidad no deberían reducirse a fórmulas establecidas hace décadas. Faltan viviendas asequibles, versátiles, de espacios autogestionables, en metros cúbicos, no en metros cuadrados. La vivienda está disecada, no evoluciona.
Es fundamental recuperar la investigación y la flexibilidad normativa que lo permita, para escapar de patrones residenciales caducos, basados en un modelo social estático y uniforme, heredado de los años ochenta. La mayoría de las viviendas que se enseñan en las escuelas de arquitectura, «la vivienda entre ciruelos» de SANAA por ejemplo, no podrían hacerse en Málaga; incumpliría la normativa, herramienta de dos filos que impide la evolución natural de los modelos residenciales en su necesaria adaptación a nuevas condiciones de vida. Mientras no se fomente la evolución, seguiremos en el museo de historia, contemplando dinosaurios.
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