Fotografía: Jesús Granada
Más de una vez me he detenido a observar a los turistas, para ver cómo disfrutan de Málaga, y volverme turista en mi ciudad, convirtiéndome así en explorador de lo cotidiano. Un turismo que sabe exprimir las posibilidades existenciales de una ciudad alegre y despreocupada, vital y caótica. Ni su historia, tan rica como diluida, ni sus escasos pero señeros monumentos, ni tampoco su oferta cultural alzada al pedestal de Picasso, me parecen especialmente determinantes, ni descriptivas de su carácter. Más que un lugar, Málaga ofrece un tiempo, un ritmo, lento, cadencioso, de rebalaje. Un tiempo como los que explica Smithson, «estacionario y sin movimiento», anti-Newtoniano, que no se dirige a ningún sitio, y que brilla a cada segundo. La ciudad de los presentes continuos y las utopías en cadena.
Los esfuerzos de los últimos veinte años en la rehabilitación del Centro Histórico han permitido rescatar un caserío humilde y recuperarlo como «unidad de orden» de una estructura urbana desarticulada, pero más amable que hostil. Málaga es una ciudad que sigue mostrando a través de su entropía urbana, una continua indeterminación, y que tal vez por ello, ofrece un mayor grado de libertad individual. Una libertad que permite sentir el bien estar a cualquiera que se encuentre en sus calles; que permite imaginar un conjunto de futuros abiertos: todos posibles, si la constancia y acuerdo de nuestros deseos los fija. Málaga, sugerente y seductora, como una voluta de humo, instantánea como un arco de mar, donde todo lo extraordinario es posible sin que apenas suceda nada, excepto la intensidad.
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