Cualquier progreso arquitectónico necesita a la vez del avance tecnológico, y de la destreza social capaz de mejorar con dicho progreso el habitar humano. El comienzo de la arquitectura arranca con la ambición y la convicción de que se puede vivir mejor en la tierra; no con el monumento, sino con el cobijo. En algún momento el hombre no necesitó más de cuevas naturales, y fue capaz de construirlas en cualquier lugar, extendiendo su habitat a la totalidad del planeta. Me gusta imaginar el optimismo de algunos de nuestros antepasados capaces de cambiar para todos la inercia de la cueva, y convertir la construcción de la vivienda en una acción revolucionaria.
En La Senda de la Imaginación, Richard Kearny identifica el postmodernismo de los ochenta con la glorificación de la imagen arquitectónica, de la que somos herederos. Desde esa seducción por la imagen –propiciada por su fácil difusión televisiva y el protagonismo añadido– se llevó al paroxismo la valoración de los proyectos-totem, en una ilusoria identificación de la personalidad de una ciudad con la distintiva forma de una arquitectura, en ocasiones sin contenido sustancial. Hay abundantes ciudades con costosísimos contenedores sin contenido: aeropuertos como el de Lleida, museos o toda una Ciudad de la Cultura en Santiago de Compostela o el incomprensible Metropol Parasol de Sevilla con cuyo coste, estimado en 85 millones de euros, se podrían haber realizado 2.000 viviendas y cobijado a 8.000 personas.
Con el ruido de lo andado parece olvidarse que el proyecto prioritario de una ciudad es la vivienda y que los necesarios esfuerzos por dotar de nuevas centralidades a muchas ciudades europeas, Málaga entre ellas, pasa por enriquecer e idear nuevas formas de habitar los distintos barrios, creando y cuidando comunidades que consoliden el tejido urbano con la vida que sólo el residente aporta.
El crítico de arquitectura William J.R.Curtis lleva años insistiendo en la toxicidad social de arquitecturas que intentan «ligar sus ciudades de provincias a la ilusoria economía global» y anteponen un incierto e intangible bien general a la suma de beneficios individuales que genera la residencia. Así lo creo, si somos capaces de recuperar en la vivienda su originaria condición de proyecto estratégico.
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