La pertenencia a un lugar es una característica fundamental desarrollada a lo largo de una vida. El modo en que experimentemos los lugares y sobre todo la consideración íntima que tengamos hacía ellos, nos reviste de identidades espaciales cada vez más amplias y complejas. Los niños tienen en la casa familiar, o aun más en el cuarto en el que juegan, su lugar: el centro del mundo. Tras la casa, la vecindad, el barrio, la ciudad, la región, el país... lugares que envuelven lugares por relación de parentesco. Y gracias a este parentesco espacial, descubrimos como propios nuevos lugares, y alcanzamos el estado de doble pertenencia: pertenecemos a un lugar que nos pertenece. Ya la vida dirá la amplitud del lugar y del tiempo.
El reciente paseo de la escultura de Picasso por la plaza de la Merced, muestra la raquítica pertenencia a un lugar de los promotores de semejante iniciativa. Esta insuficiencia personal ocasiona actos vandálicos, que sin saberlo, cometen también sobre ellos mismos, dañando su propiedad común. Y esto sucede porque no han desarrollado adecuadamente su identidad espacial, y con ella la consideración, el respeto y el cariño por los lugares que convivimos. Sin este valioso atributo de la personalidad es imposible descubrir que las ciudades son hogares compartidos. Resulta difícilmente imaginable que alguien arranque, por ejemplo, la lámpara del salón de su casa para dejarla en el lavadero... dañar lo propio es una de las muestras más objetivas de imbecilidad; por eso el vandalismo urbano cuenta entre los delitos más inútiles.
Tranquiliza que la tolerancia al vandalismo urbano tenga límite, aunque en Málaga sea holgado y necesite también de Picasso, icono cultural de la ciudad, para recordárnoslo. Ayudó a este despertar la Feria del 2011, cuando en calle Alcazabilla el Teatro Romano fue contenedor de basuras, y el entorno del Museo Picasso, retrete público. También lo hacen las pintadas, que marcan los entornos monumentales de la Catedral, Alcazaba o Teatro Romano. Lo anterior, siendo malo, ayuda al surgimiento de lo bueno, pues fuerza su reclamación y nos habla, aunque sea por oposición, sobre la consideración y el respeto a los lugares compartidos, y la propiedad común del lugar al que se pertenece.
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